La columna de Ana Mª Bayot

DE TAL PALO

Te acogí entre mis brazos, cuando te abalanzaste desde la estantería de madera rudimentaria y sin cepillar, de la Librería Rosario. Mirándote detenidamente por dentro, descubrí una página -la dos, creo recordar- con una anotación al pie de la misma: 04ed-sec.:1-caratel; amén, de una serie de números casi infinito e incomprensible; por mi parte, al menos. Me golpeaste levemente al caer sobre mi antebrazo, con la sutileza de quien intenta llamar la atención. Justo al segundo, te adquirí y te marqué con mi nombre completo; como quien marca el ganado salvaje a fuego. Ahí fue cuando intenté atrapar palabras y rostros, que se me escapan en noches frías.

Realizo anotaciones de todo aquello que se sujeta precariamente, en la cuerda floja de mi memoria; escuálida y paupérrima memoria. Y me asilé con mi prosa etérea, a mi rincón favorito: el de meditar. Ése, cuyo asiento mullido, permanecía cubierto por una mantita de rombos; ése, que allá donde mirases, te escrutaba de lejos un manuscrito huérfano y te clamaba mimos a voces silentes, sin estruendos. Ése, donde yo mejor me encontraba y donde acudían atropelladas las fantasías; y ése, en suma, donde podía mantener un diálogo fluido con mis fantasmas del pasado y con mis ánimas sepultadas del presente. Y cuando me siento feliz, silbo melodías inventadas como hacía mi madre y…recuerdo tribulaciones realizando trazos imperfectos y echando la mirada atrás. De tal palo, ya se sabe. Propensa a los anacolutos, resolví plasmar los recuerdos como si de una biografía con ínfulas, se tratase.

Lo sentí como una especie de homenaje flojamente fidedigno desde mi perspectiva de niña por entonces, a las calles de Las Arenas, donde un presunto buen samaritano prestó su estuche de acordeón, para que la gente echara allí las monedas mientras mi hermano -discapacitado psíquico- se desgañitaba cantando a voz en grito, cantares de Manolo Escobar frente a un rudimentario micrófono, fabricado para la ocasión. Como no existen testimonios vivos y tampoco filmaciones fehacientes, no se sabe a ciencia cierta cuál de los dos lo hacía peor. A los ocasionales transeúntes, parecía hacerles mucha gracia. Algunos vítores, amortiguados por el motor de los coches pasando, se escucharon al fondo tímidamente. Las ganancias netas del concierto en riguroso directo, se las repartían a partes desiguales: el dueño del aparatoso instrumento y unas míseras monedas sobrantes, para su subalterno; quien a duras penas, solamente sabía contar hasta siete. Me avisaron con premura y salí corriendo para salvar a mi costillita –así lo llamaba a menudo-, de la quema y mofa popular. El dalmático episodio de arte callejero, se resolvió con desnaturalizada naturalidad; como diría Muñoz Molina. No era la primera vez, ni sería la última. De un brusco tirón de manga y una mirada lanzando rayos iracundos al respetable, me lo llevé a casa. Su palidez al verse sorprendido, me causó desazón y mucha amargura. Le acaricié la cabecita como quitando hierro al asunto. Era un ser libre e inocente y de tal palo…Y, bueno.

Mentando rayos, me trae a colación que por entonces vivíamos no mirando al mar, sino al Parque del Ajedrez y a las vías del tren, por el otro lado. Capitaneaba dicha plaza, un tablero blanco y azul sobre su fachada norte; la cual, como su propio nombre indica, recibía todas las bofetadas de la racheada intemperie. Pues bien: frente a la ventana de mi habitación, montaron una agencia de viajes muy moderna y muy chic; decían,  por entonces.

Por lo que comentaban los vecinos, estaba a la última en tecnología punta. En el escaparate había dos pantallas con fotos de países tropicales y de tundras y líquenes. Por variar la destinación al gusto; como los caramelos y los helados. Si entrabas a preguntar de qué modo podías acercarte a Alcantarilla, te ponían una cara de asco arrugando las narices, que te obligaba a darte la media vuelta. «Te quedabas pequeñito», me decía un afectado vecino visiblemente compungido, al que se le había ocurrido entrar en una ocasión y ya no volvió más. Y desde mi ventana alcancé a ver al mismo hombre, que escupía repetidas veces en el escaparate de la agencia de viajes. Jamás lo mencioné a nadie.

Como ya digo, una de las ventanas a tan maravillosas vistas, era la mía. Y de repente un día, comenzaron los operarios a realizar las obras del metro. Comentaba las obras con otros de su misma fachenda de arquitectos entendidos. Hacían aspavientos, para indicar por dónde debían ir los cimientos y por dónde no. Bueno, me dije, ahora con don Cosme –me enteré de su nombre de lejos por los voceos- estará entretenido y no escupirá tanto. Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas. Se me acabó el espectáculo cuando me mudé.

Al principio, me costó acostumbrarme; sentía esa vieja sensación de vértigo, cuando me asomaba. Ahora, ya me he acostumbrado. Asisto tan compungida como don Cosme, a las exequias de mis plantas; las cuales, se me van muriendo una tras otra, como en un suicidio colectivo. Y, bueno.

Y vuelvo a recordar a mis hijas. Tan distintas y tan iguales. La mayor, como Dostoievski, mantenía  un diálogo continuo con la gente que no conocía e incluso con las ventanas de las casas, que ella aseguraba, la miraban y la saludaban con sus cuadrados ojos, sin pestañear. Con dos años hablaba correctamente; imagino, que por platicar tanto con los objetos inanimados. En eso se parecía a mí: De tal palo…

La menor de mis hijas, mi pequeña, es harina de otro costal. Ya nació de nalgas, con el dedo corazón tieso y con el cordón umbilical con doble vuelta, como una bufanda. Con todos esos aderezos vino al mundo; deduzco, que para lanzar pequeños indicios de lo que se avecinaba en verdad. Parecía ser más de Kafka. Como así fue. De tal palo, tal astilla. Propensa a los anacolutos, a las hipérboles y a las metáforas, no reparé en gastos a la hora de relatar sucedidos, mientras ellas dormían y echar profundas raíces, en tierras de aurreskus; y de cañas, de barro y de miel de azahar, años más tarde en mi terrón levantino. Me resistía en cuerpo y alma, a terminar siendo silenciada por la censura de una palabra amarga; o quizá ser el destino de tinta derramada, por la pluma incómoda de un crítico fracasado. Y apadriné un olivo para regresar a mis ancestros. Por el camino escuché cantar al Paraná y me dejé llevar por su corriente, su memoria y su llanto, por entre los recovecos remotos; y me dejé abrazar por la anacahuita que, bajo la sombra estela de sus flores blanquitas, me cobijó entre sus brazos allá por el principio de mis días. Las leyes de la sabia natura son fenomenales; pero no por gratificantes, sino por ser provocadas por fenómenos naturales, como la vida y la muerte.

Y regresé cuando todo había cambiado. Como en una cápsula del tiempo de teatro enfermo de vodevil.

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