La columna de Ana Mª Bayot

VEINTINUEVE LINEAS

Alguien me envía una solicitud de amistad cuya fotografía de fondo, la compone un ánade con margaritas en la testa. No sé qué pensar. Subida en lo alto de la báscula barruntando un satisfactorio resultado, bajo la cabeza, agrando los ojos oteando las varillas y me apeo de un salto, propinándole una coz aun a riesgo de cargármela. Tomo frustrada un libro etiquetado del estante de falsa madera y resoplando, me arrellano en el sofá de falso cuero. Casi todo en mi vida, es falso. Comienzo la lectura sosegada de una obra que tenía muchas ganas de comenzar. La inicio con mi ceremonial de siempre: Escruto el libro nuevo desde todos los ángulos: a distancia, al trasluz, de perfil, lo huelo, lo toco, lo acaricio. Luego, lo forro con papel plastificado y le pongo mi nombre completo. Es mío para siempre jamás. Inspiro enérgicamente. Primera página. Me aburrió tanto, que me puse a contar las líneas que componían la referida hoja. Veintinueve líneas, exactamente. Las mismas, que la carta de amor que te escribí. ¿Acaso no lo recuerdas? Tomo un deuvedé del armario, en actitud distante y dolorosa. Súbitamente me acordé de mi madre y de mi época de Instituto. Y la sentí tan extraña tan lejana y pequeñita, como mirar por un catalejo al revés. Y parece que la estoy viendo.

Odiaba trastocar los planes preconcebidos de mi madre; elaborados concienzudamente y con mucho tiempo de antelación. En ese extremo nos parecíamos mucho. Con dedo inhiesto la tenía frente a mí, lanzándome en tono agrio una seria amenaza: «Recuerda que el uniforme es nuevo –Y blandía la pieza de ropa azul marino, con la etiqueta pendiendo, sobre mi nariz-; y ojo, que te ha de durar por lo menos, tres temporadas». Dando por finalizada la conversa, se daba la media vuelta izando la napia con la gallardía de un torero, al acabar la faena. No pude llevarle la contraria, muy a mi pesar, en cuanto al tema de mi desarrollo; pues la sabia natura ya se encargó de llevarlo a cabo por sí sola. Efectivamente: seguí midiendo metro y medio más o menos, hasta los veinte. Por entonces, ya me exasperaban ciertos detalles de la vida diaria que quizás a otros, les parecían nimiedades. Más adelante, se convirtieron en visitas semanales al psicólogo. Y, bueno.

Si habéis leído “El Arte de la Guerra” de Sun Tsu, os daréis cuenta de que no es sólo un manual de estrategia militar. Se trata de capacidades aplicables, todas y cada una ellas, a cualquier escenario de conflicto que se nos pueda  potencialmente presentar a lo largo de la vida. En una de mis visitas al terapeuta (por algo se empieza), le narraba todos mis desgraciados sucedidos de instituto, poniendo en antecedentes al profesional que me escuchaba pacientemente y que me lanzaba una pregunta, de cuando en cuando; quizá para justificar la astronómica cifra que cobraba. Y en una de aquellas terapias, surgió el meollo del asunto. El día crucial en que se celebró la fiesta de puertas abiertas. Estaban presentes y harto engalanados: los familiares, los docentes y las autoridades locales. Mis padres no asistieron. Nunca antes había sentido tan cerca la sensación de orfandad, como en ese momento; y nunca, ni antes ni después, había contado en mis haberes con verdaderas y auténticas amistades. No se me presentó la opción. Quise creer que posiblemente fuese, porque no parábamos demasiado tiempo en un lugar fijo. No sería capaz de relatarlo en veintinueve líneas. En fin, lo intentaré más adelante, porque ahora veo asomar a alguien conocido escaso de aura.

A bote y voleo, el quiosquero me hablaba en tono quedo de las noticias del día. Fue un compañero de clase que dimitió en tercero. Así lo dijo. Menos mal que sus granos habían emigrado tocando la tocata y fuga de Brahms.

Y por aquellos caminos no muy bien adoquinados, Lisardo Rodríguez me contaba sucesos que había leído en prensa. «No me lo cuentes, que llevo el diario en la mano» -le decía yo. Pero no hubo forma. Es como cuando en el cine te cuentan en voz queda, una escena que tú todavía no has visto. Por ver si se le olvidaba, le invito a un café. Creí que se lo debía, por las muchas putadas que le había hecho en el pasado. Mientras, doy pequeños sorbos al café de la taza Four Seasons que me trajo mi hermana de USA; y empiezan a tintinear los lapiceros en otro receptáculo distinto, a ritmo de vals o de foxtrot. El frigorífico por su cuenta, soltaba gritos desgarradores en los momentos más inesperados. Aquél era uno. Al doblar la esquina para ponernos a salvo, una tal Greta repetía bla, bla, bla y tic-tac, susurrando. Faltó tiempo para que Lisardo marchara, atemorizado, con la falaz y absurda excusa de sacar al perro, con voz temblona. Y yo sabía que perro no tenía. Leo la prensa, en medio de sacudidas estrombolianas y con el agua por las rodillas, como en Turalu.

El gobierno de ojos a duermevela, recomienda hacer acopio de víveres y la Banca Mundial invertirá en la descarbonización, advirtiendo del desorbitado stock en los puertos mundiales. Del papel higiénico, no dicen nada. Quanon reclama a sus fantasmas del pasado, y frente a su ausencia, lo canjea por un concierto de los Rollings. Mientras aparecen en el horizonte las primeras nieves, La Naturaleza Encendida regresa a Madrid y también se desata la corriente subterránea de lucha por el poder, entre los remolinos difusos de la derecha. Se rumorea por las cloacas, que se lleva a cabo una red de espionaje para investigar a fondo el pasado de Ayuso. Ella, tiene prisa; Casado, no tanta. «El ruido no beneficia a nadie» irrumpe Feijóo, atemperando. Urkullu sospecha de Madrid y la acusa de “dumping fiscal”. El gobierno de coalición por su lado, supera su primer escollo parlamentario y aprueba los PPGGE. La regeneración del Mar Menor, supone otra batalla que ganar.

Como decía unas veintinueve líneas más atrás o quizá no tantas, era la fiesta del Instituto. El traje de faralaes me lo prestó Carmina Suárez, cuya familia era originaria de Jaén y poseía varios atuendos. Su parentela no quería perder sus raíces. Yo tenía el uso de razón justito. Me dejó también unos zapatos de tacón monísimos de su hermana pequeña: rojos salpicados de motas blancas. Llevábamos ensayando el baile sin trajes, un montón de tiempo. Lo considerábamos por cuenta propia, como lo que ahora se denominaría actividades extraescolares. Pero podíamos ganar puntos. Por entonces había muchísima competitividad. Baste señalar que por televisión emitían Cesta y Puntos. Resulta, que la monada de zapatos no eran de mi talla. Intenté calzármelos por todos los medios; pero no hubo manera. Y acabé bailando sevillanas con las botas pisamierdas (así las llamábamos por entonces y estaban de rabiosa actualidad, aunque ahora me parecen horribles); por falta de otro calzado, ni tiempo disponible para conseguir otro. Desde la altura de la tarima pude vislumbrar claramente, las risitas, miraditas y codazos. Lloré al final del número folclórico; mientras los más benévolos y generosos, tímidamente aplaudían. Me asaltaron terribles deseos suicidas. En ese instante, cobijé la idea de que la derrota estaría más presente en mi vida que el éxito. Y entonces fue, cuando empecé a vomitar palabras a escondidas.

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