LA REBELIÓN DE LAS MÁQUINAS
Mi lavadora está abducida por un extraño ser maquiavélico. Cuando menos me lo espero, lanza unos quejidos espasmódicos, secuenciales y pausados, como si estuviese sufriendo un parto harto doloroso y complicado. Y eso, aun estando apagada. Ocurrió cuando la nubosa mañana del veinticinco de enero, tras pasar Hortensia y a punto de dejarse caer por aquí su colega, Ignacio. Les pisaban los talones a los dos, Justine. Como un resorte y como mecanismo de defensa, adopté la postura de la mofeta en ataque frente a la máquina de lavar. No me pidan más explicaciones al respecto. Me la inventé sobre la marcha. Me quedé firme en aquella posición tan ridícula. No obstante, enmudeció. Salgo a mi balcón como cada mañana a saludar a mis plantas. Les pregunto cómo se encuentran y si les falta un chorrito de algo: agua, vino, no sé; lo que sea que necesiten, yo se lo doy. Lo hago, para mantener en grado óptimo su estado de ánimo. Pero nada. Se acaban amarilleando y amustiando las muy ingratas. Y va y un día cualquiera, se me mueren todas. Una tras otra. Yo creo que lo hacen porque creen que no las amo lo suficiente. Y me siento culpable. Y lloro. Eludo contar lo ocurrido con el secador de pelo. Quizá pueda herir sensibilidades. Puñeteras máquinas, maldigo por lo bajo.
En postura contrapuesta y exenta de naturalidad, me trago de un solo golpe la gragea de Colchicina, mientras recomienda Maduro las «goticas milagrosas»; Ché, que no me fío ni un pelo y le hago caso omiso. Mientras lo valoro y maduro -con perdón-, sin saber qué hacer, me preparo una tostada para desayunar. No llevaba el pan de centeno ni cinco segundos en la tostadora, cuando la escupe violentamente y la lanza sobre la silla tapizada del salón en tonos hiedra. Deja la huella quemada. No sé qué pasa recientemente, que parece que los pequeños electrodomésticos, se me están rebelando. Y de repente, se empieza a mover todo. Mi perra Agustina da vueltas como un molinillo, nerviosa a más no poder. No cesamos de sufrir continuados seísmos, últimamente, por esta zona mediterránea. Mi vecina Petra está harta de trasladar cada día trastos de arriba abajo. No se tranquiliza ni mucho ni poco, cuando le cuento lo de los pobres mineros atrapados en China, por lo de mal de muchos; pero como aquello le pilla muy lejos, sigue renegando erre que erre con mayor virulencia. Por templar los ánimos, le informo de que es el centenario de Renfe y que para celebrarlo, sacan buenas ofertas de viajes. Me mira con incredulidad, mientras me muestra la nevera vacía. ¿Y la merienda del cura, cómo la vas a hacer?- pregunto-. Me responde que con la iglesia hemos topado y que es mejor estar a buenas migas con el clero. Saca la botella de cazalla del escondrijo secreto y nos ponemos ciegas maldiciendo a: expendedores de máquinas, políticos corruptos, fiscales libidinosos, médicos colones, curas con carnet vip y militares sin honor. Hubo empero un resquicio, para soltar sapos envenenados en forma de eructos agrios, contra AstraZeneca, por venderse al mejor postor. Saco un folleto de propaganda para vacunarse en Emiratos o en Bali, con vistas al mar. Echamos un trago más, para olvidar su tragedia familiar. Someramente, me enumera lo de su hijo mayor Hipólito: traficante y atracador de lo que sea, con estudios de primaria; y ahora metido en un follón de narices, por no sé qué cosa del Game Stop, que estaba haciendo temblar los fondos de inversión del mundo entero. Se le iluminan los ojos, al nombrar a su pequeño Jeremías: que lo mismo traficaba con hierbas malas, como ahora, que con botellas de oxígeno; pues ahí sí que sí, le veía futuro y máxima demanda. Asentí, agitando enérgicamente el inhalador.
A la tercera o quizá cuarta copa, Petra se envalentona y me cuenta lo de su benjamín Jeremías quien, como caco avezado que es, amén de goloso, se cuela en una pastelería en plena noche, para sustraer el contenido de la caja registradora y de paso un puñado de merengues. El muchacho escucha a alguien aproximarse y se refugia en el falso techo. La techumbre se viene abajo, desparramando al ladrón de dulces y al cargamento monetario. El sonoro tintineo alertó a dueños cabreados y a clientes solidarios con las desgracias ajenas. Otro que se va para el trullo. Hipando y tartamudeando por efecto del líquido alcohólico ingerido, me relató Petra, la trágica circunstancia de que estuviera tan sola, desamparada, con la fresquera vacía y entregándose a las divinidades celestiales, que era lo único que le quedaba ya. Con el poso del último trago y escrutando mi cara de serenidad y resignación con los hechos acaecidos, se decidió por fin a contarme lo de su esposo encarcelado. «El hombre no lo hizo a malas», se apresuró a advertir. Resulta que tenía un negocio redondo y lucrativo, de celebración de bodas, bautizos y eventos festivos varios. Lo sacrílego del caso es –me cuenta-, que se vestía de párroco, daba las hostias sin consagrar y celebraba extremaunciones a moribundos; amén de ofrecerse gratis como testaferro de últimas voluntades, cobrando luego un buen pico. Con tan abultados, sólidos y prestigiosos cargos, que se apropió de una cantidad de dinero considerable que, por descontado, no le pertenecía. Es por eso, mi querida amiga, que me encuentro metida en esta situación tan deplorable –concluyó-. Quise darle un abrazo, pero como estábamos encerradas en un iglú, no pude. Y menos todavía, con la FPP2 puesta. El día anterior, había asistido al funeral de su amiga Conchita y apareció la difunta a los pocos días; que bueno, que dijo que había ido de jarana a Benidorm. Enchufamos la televisión por entretenernos con algo. Vox le da a una tecla equivocada y concede carta blanca al gobierno. Las vacunas se subastan públicamente, como las sardinas en Santurce. Nos quedamos sopas viendo el ladrillazo de Soria y un reportaje de murciélagos, que ahora estaban tan de moda.
Mientras Ayuso sigue insistiendo en denunciar la caza de brujas contra Madrid -con la verborrea cultiparlista a la que nos tiene acostumbrados-, el aparato de televisión comienza a petardear y a exhalar un humo negro que no augura nada bueno. Se une a nuestra tarde de los martes de rosario y oración, el obispo Taltavull. Nos dice que se siente compungido y apesadumbrado, por haberse vacunado antes que otros miembros de la orden; pero que como se lo recomendaron sus casi cien expertos, transigió. Narra con voz gutural, que seguía las directrices marcadas en la homilía Papal. ¡Ah, bueno! exclamamos ambas mirándonos de reojo y propinándonos codazos. Su reverendísimo se tranquilizó mucho más, tras engullir sin tregua unas diecisiete pastas de mantequilla.
Le propuse a Petra un plan: vamos para la vejez a toda máquina, amiga – dije. ¿Qué tal si nos hacemos con un robot cuidador? He visto uno que nos vendría de perlas y tiene un nombre muy sugerente: Sofía.¡Anda! exclama Petra, ¡como la emérita! No. ¿Yo, republicana de toda la vida? ni hablar; y el contrabando de botellas de oxígeno, ya me da mucha faena…Le corté con un gesto. Supone un escalafón, un reto. Se trataría de que la robótica nos cuidase hasta el fin de nuestros días. ¡Agorera, más que agorera! -me espeta con desagrado. Con los ojos fijos en la línea del ondulado monte de Corbera, nos miramos conscientes de lo que se nos avecinaba. ¿Seres condenados a dejarse cambiar los pañales por una máquina? No sé. Me resulta muy difícil. ¿Y esa mano cálida apretando la tuya, arrugada y seca? ¿Puede hacer esa dulzura una máquina? Permíteme que lo dude.