La columna de Ana Mª Bayot

EN BUSCA DE CALDERÓN

Hallándome descansada sobre las nalgas en el primer banco de la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, aparecieron dos fornidos operarios de la construcción, irrumpiendo en la estancia sagrada buscando no sé qué cosa. Con la osadía propia de quien sabe que incomoda, el ruido se tornó insoportable y, todavía cabizbaja y meditabunda y con lágrimas en los dos ojos (Esto lo hubiera dicho el Cid Campeador, épicamente, pues sé de buena tinta que él como todo dios, lloraba por ambos globos oculares; así se infiere, del Cantar de Mío Cid), digo pues, que hube de abandonar el sentido y compungido recogimiento y el recodo amigable del durísimo asiento del primer banco de la derecha, el cual, era mi preferido. Arrastrando los pies me encaminé, de mala gana, hacia mi solitario y paupérrimo hogar donde de seguro mi Segismundo, no me esperaría, pues ya era fallecido. Exhalé un sonoro suspiro de añoranza que asustó al picapedrero, haciéndole saltar de cabeza al suelo.

Tras moquear abundantemente y sin confesar mis pecados debido a la inesperada interrupción de los albañiles, esperaba sacar provecho del místico e inesperado viaje, poniéndome a la cola de la vacunación: situada un poco  a la izquierda, donde el padre Vicente de los Presbíteros Seculares, repartía las hostias literalmente. También yo las padecí antaño, en mis enternecidas carnes. De aquello hacía ya siglos. Le miré desde la distancia, con la falsa creencia de que no me reconocería. Empequeñecía los ojos de ratoncillo, para enfocar de cerca el texto del misal provisto de una pequeña lupa con linterna incorporada. La enfermera que sacaba la lengua poniendo las vacunas, llevaba un ritmo muy lento; desesperante, quizás. Tiempo de sobra me dio a ojear publicidad del plátano de Canarias, que alguien olvidó encima de un asiento. Escuché en la radio por la mañana, un debate sobre si la banana o el plátano. Dónde va a parar, me dije. Y de repente me vino a la mente, lo que me dijo mi Segismundo al oído aquella noche de mayo, enfermo de amor: Sólo porque me has oído, entre mis membrudos brazos te tengo de hacer pedazos…Ahí fue cuando me rendí desmayada. Luego me enteré de que el muy canalla, lo había aprendido de memoria de La vida es sueño de Calderón. Mas me supe vengar; pues más frío resulta un beso al aire, dirigido a nadie.

Los de la fila de atrás cotorreaban de varios temas de actualidad, por pasar el rato; contenidamente al principio, para después ya más resueltos, ir elevando la tonalidad; hasta que no necesité poner el cuello de avestruz, para escuchar sin ambages. Pues fíjate tú qué plan, lo de la Termomix -decía la mujer que tenía más próxima, que arrastraba trabajosamente un carro de la compra-. Pues yo no pienso tirarlo, digan lo que digan –exclamó indignada, su amiga- porque yo por mi robot de cocina, mato. Seguidamente hacía un ademán sospechoso y aparentemente violento, como si empuñara un sable. Mientras esperábamos retrocediendo poco a poco, la mar de entretenidos, aparece un numeroso séquito de unos cuantos cientos de médicos con bata blanca, queriendo adelantarnos. En tal momento, me comentaba un anciano con pinta de honrado labriego, que cultivaba los puerros con luz propia; ufano añadía, que hay que ver lo bien que se le crían. Su nieto había abandonado el cuarto del sótano, escoltado por dos agentes; y él había aprovechado la circunstancia, para plantar sus puerros junto a esas otras hortalizas tan bonitas, que olían raro. Las plantas, ya se sabe, estando juntas se dan ánimos.  Asentí, dándole la razón. Se forma un revuelo alrededor del comité de médicos, recién colados en la larga fila.

De súbito surgen codazos, empellones y gritos de ¡Villegas, Villegas, métete por el forro las pegas! (coreaban sus seguidores, lanzando risotadas y vítores a partes iguales). Aquello no avanzaba y la cosa se estaba poniendo desagradable. Enganché de un tirón al rústico abuelete y discretamente, nos retiramos tras el confesionario, como intentando desvanecernos entre pinceladas oscuras. Y en llegando a esta pasión de los acontecimientos, un volcán Etna, hecho, quisiera sacar del pecho pedazos del corazón. En ocasiones contadas, me surge la vena calderoniana. A pesar de no ir en busca de Calderón, siempre me sale a colación. Y no pienso pedir perdón.

La turbamulta iba en aumento entre partidarios y detractores de Trump. Les interrumpió el ladrido jadeante de Major y Sam, los perros de Biden, con la natural irracionalidad de los canes al husmear los cambios. Elige a una doctora trans, por dotar de una línea transversal a su gabinete. Desde la escalinata saludaba Trump, en el último vuelo con el Air Force One, para seguidamente aterrizar en Florida y discursear sacando pecho de su gestión, sobre la balaustrada montada para la histórica ocasión. Mil quinientas banderas con sus pendones, me pareció contar, pero ninguna confederada. Se me enredan los brazos diciendo adiós, contra las concertinas recién colocadas en la casa albina. La OMS advierte que el reparto de vacunas no está siendo equitativo. Y para dar firmeza a esta afirmación, siguen surgiendo casos de adelantamiento indebido por toda la geografía del país; y no me estoy refiriendo a las normas de la DGT. El consejero vitoreado más atrás, se ve obligado a dimitir con lágrimas en ambos ojos, como el Cid. Maldije por lo bajini, porque ahora escasean las jeringas de 0,3 ml. Cifuentes sufre de amnesia galopante y no reconoce a nadie. Vil treta la de culpar a un muerto. En el cansancio de la noche ennegrecida, retruena La Tamborrada, como algarada enmascarada; con muchachos celebrándolo, jóvenes ahítos y sedientos tras la barricadas en un ir y venir anodino, con las copas llenas de hojas secas y de cenizas, pero no de vino. Las elecciones catalanas se mantienen para el día de los enamorados; pazguata de mí, creí que tan singular fecha serviría, para entonar un canto al amor entre partidos divergentes. Una silla volando del Congreso, me apeó de tal suceso. El llanto fervoroso me atenaza el alma.

Todavía tenía los ojos velados por las lágrimas, cuando mosén Vicente a quien apodaban el maño, envuelto en un aire de secreta santidad, reparó en mi presencia; reconociéndome casi al instante, al hincar su nariz afilada a pocos centímetros de mi rostro, salpicado de pecas. Tú eres, tú eres… balbuceaba, señalándome. El labriego me miraba muy fijo sin abrir la boca. Antes de que se apagase el mundo, escuchamos al fondo una algarabía de desatada alegría. En círculo nos dispusimos los asistentes, como testigos silentes, de tan impactante hallazgo. Un cofre de un palmo de envergadura se había hallado escondido tras una arqueta de la iglesia; a cuya altura, por fortuna, nos encontrábamos. En su mullido interior, se guardaba una llave que abría los secretos del osario de Calderón y que siempre estuvieron allí; a pesar de que se especuló largo tiempo, sobre su traslado a diversos lugares. Dónde sino iba a estar, puesto que, en sus años mozos, fue capellán de la mismísima iglesia de Nuestra Señora de los Dolores. Observé cómo dos lágrimas de esmero le rodaban por la mejilla, al obrero.

Y como este artículo va de ojos y de Calderón, no quisiera plegar velas sin antes darme satisfacción. Tú sólo tú, has suspendido la pasión a mis enojos, la suspensión a mis ojos, la admiración al oído. Con cada vez que te veo nueva admiración me das, y cuando te miro más, aún más mirarte deseo. 

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