La columna d’Ana Mª Bayot

Vientos de Levante

Me distraigo platicando con las azucenas de color violáceo, cuando me interrumpen los berridos de los parlamentarios voceando en televisión, pidiendo la cabeza de su adversario con cierta dosis de violencia. Egea y Toledo se la demandan mutuamente. Como si fuesen caramelos. No los entiendo. Iván se pone mohíno, defiende a la monarquía como régimen democrático y sigue tachando al gobierno actual como «gobierno ilegítimo». Siguen perdidos en la isla de Pikelot. Pero éstos, por muchos mensajes de SOS que pinten en la arena, dudo que sean rescatados por nadie. Alhajas con dientes nadie desea. Ayuso recurre a Quirón para buscar rastreadores. Me mosquea. En las arenas del coso se manifiestan los ganaderos, pidiendo ayudas. Los astados y el coronavirus son mala combinación. Los toros, no dicen ni mu; las vacas, pues menos. Qué van a decir, si las tienen todo el día a dieta. Están todos cabreados y el clima tampoco ayuda: altas temperaturas y cero lluvias. En la ría de Arousa se van amontonando las algas verdosas, y no protestan por nada. Las algas, digo. Y mientras unos y otros reivindican lo suyo, trescientos temporeros duermen en la calle. Y para que las aguas vuelvan a su cauce, lo celebramos con botellones descontrolados. Y los brotes, suma y sigue.

Salgo al jardín de mi desdicha creyendo que recuperaré siquiera un atisbo de bienestar, cuando me quedo traspuesta en el sillón orejero de mimbre echando la siesta del borrego. Con un sobresalto me despierto, a gritos de ¡Juan Car, Juan Car! ¿Dónde estás? Y no recibo respuesta. A veces me vienen ráfagas de vientos de Abu Dabi; otras, de aires lusitanos de Portugal; otrora, de ventoleras y aromas de bollo suizo. Me siento confusa, obnubilada, patidifusa. La estabilidad del país es precaria, como así lo atestiguan los prestigiosos y sesudos analistas europeos; quienes, a pesar de que tocan la zambomba y la dulzaina en Navidad con nosotros, barrunto que siempre nos han tenido cierta envidia. Me atrevería a suscribirlo con rigurosa alacridad.

Un lindo gatito pardo de dos meses se cuela en la insulsa vida de un individuo revestido con toga carmesí. Disfrazado de romano y regresando de un botellón ilegal, el apolíneo individuo al que hago brevísima referencia adoptó a una criaturita felina de ojos verdes que se encontró a los pies de un contenedor; hasta que con el tiempo se convirtió, en otra cosa más grande y con dientes afilados que casi lo devora de un único trisco. Por los pelos fue rescatado por el Seprona. Ante el flash de la exultante noticia, aparece un ejemplar de Tortuga Boba, que al final resulta que no lo era tanto. Lista fue; pues emitió una sonrisa abyecta y falsa. Gracias a esa subyugable mueca, fue liberada con prontitud de la red que la atenazaba. Triste muerte en cambio tuvo el Pez Luna: la necropsia reveló que el animal murió asfixiado por un gamberro obeso, con afán de protagonismo. Mal rayo te parta, le dije por lo bajini. Con el elefante recién enviudado ya no saben qué hacer los cuidadores, a cuenta de su depresión. Las píldoras machacadas de benzodiacepina no le hicieron mella; salvo hacerlo emitir berridos similares a los de los parlamentarios.

Y mientras se debate el tema del cambio de residencia en Ciempozuelos, una llama de nombre César, hace una encomiable labor de conciliación, entre los cabreados humanoides. Con tan sólo acariciarla, mano de santo. Produce tal bienestar, que todos quieren pasarle la mano por el lomo como si fuese un billete de lotería premiado. Pensaba irme a Islas Mauricio de vacaciones, pero ya no voy. El chapapote lo inunda todo como la mala hierba, convirtiéndose en una grave catástrofe medioambiental. Una motorista cae dentro de una alcantarilla abierta, con tan mala fortuna, que tienen que partir la acera para poder sacarla. A tres metros del suelo que no del cielo, que también podría haber sido.

Que los dioses nos asistan frente a este ignominioso virus, que no respeta siquiera la religión. En Lasarte trece monjitas quedan confinadas, con absoluta religiosidad, al detectar que una de ellas está infectada. Se demostró con posterioridad, que efectivamente era positiva en todos los sentidos, debido la grandeza de su corazón y a su fe inquebrantable. Con golpes en el pecho -algo bruscos para mi gusto- y entonando el mea culpa, las dejé tras la reja carcelaria; obsequiándolas al marchar, con la más dulce de mis sonrisas. Se calmarán un poco me imagino, cuando se enteren de que la comunidad religiosa de San Felicísimo también ha echado el cierre por la misma causa. Las desgracias si son compartidas se llevan mejor, dicen.

 A pocos quilómetros de allí, un camping se ve arrasado por las llamas. El dueño de la propiedad, un ecuatoriano español de sesenta y cinco años, se ve sorprendido por la voracidad del fuego. Asunto feo, pues en el trasfondo del incendio, no se pudo esconder del todo el presunto crimen que se quería ocultar bajo el cañar. La Fiscalía no para y abre diligencias por supuestas injurias a la Corona y ya, de paso, imputan a varios miembros de Podemos. En la misma furgoneta departen amigablemente con un juez imputado por maltrato. Algo ahorraremos en viajes. La carrera por registrar la vacuna la gana Rusia por una cabeza. No me fío ni un pelo cuando son los mismos que dicen, que ellos de espiar, nada de nada.

Y mientras en Lepe se cierran las terrazas, de forma preventiva y sin chistes, un puñado de graciosillos sin gota de gracia, organizan una quedada de positivos «para contagiar» … ¿Estamos mal de la cabeza o qué? En barbecho están atrancados los intelectos. Qué pena de país. Concedemos más importancia a que nuestros ídolos del balompié se lesionen, a otras cosas mucho más dramáticas. Pero también las hay mucho más disolutas. Antoniet soñaba con ser bailarín; pero sus padres querían que fuese cura. A hostias no acabaron; más hubo digamos, sus roces. Al final venció la cordura y el muchacho ha conseguido alcanzar su sueño, costeado con una beca a fondo perdido de un mecenas. Esas noticias, da gusto darlas. Para celebrarlo la familia entera, se montó en el columpio suspendido sobre el río Sil. A pesar del vértigo aseguraron que mereció la pena.

Un suave viento de Levante me empuja hacia mi hogar. Por un camino lleno de luz y sombras, que jamás ha dejado que me desvíe, guiando mi mano para que siga escribiendo con trazo firme.