La columna de Ana Mª Bayot

EL GATO NEGRO

Desinfectaba la casa de verano de los señores García Cisneros, cuando a causa del fuerte olor que despedía el amoníaco, me entró una tos que me desgarraba la gola. Fumé mucho de joven y quizá fuera eso. Perra vida, que de todo uso y abuso ha de pasar factura, rezongué. Con una carraspera que no paraba de insistir en mi garganta, continué pasando el plumero suavemente sobre la consola de falso mármol, cubierta todavía por una serie de botellas de bebidas cuyas culeras dejaban cercos pegajosos sobre la superficie del mueble de Ikea. Más tarde le diré a mi Jordi lo que me pasa, pensé. Al abrir la ventana para orear, se coló en la casa un gato negro como una bola de lana opaca sin ojos, a través del enrejado oxidado del desván gatero. Mientras en la radio sonaba Volare, volare, dotando a la lúgubre estancia de cierto aire de desenfado, la melodía hizo que me olvidara del sarnoso felino. Ah, no; ahí está otra vez. Empuñé la escoba comprada esa misma mañana y qué mejor estreno, que cargarme al gato azabache que se había posado en el alféizar, bien acoplado, mirándome desafiante. En un tris estuve de cometer una sangrienta escabechina, cuando la manaza de mi Jordi sujetó la mía en el aire a punto de dejarla caer sobre el animal, y observamos que el bicho se mostraba tan impertérrito, como un florero. Como dicen algunos que da mala suerte, decidimos recular; por si las moscas. Y como ambos somos amantes de los animales, estuvimos recordando cuando mi vecino del cuarto izquierda cocinó un conejo en pepitoria, y lo presentó en una cazuela de barro –muy bien decorado, por cierto- como obsequio para unos turistas británicos con el fin de hacerles pagar un pufo dejado en un piso de su propiedad. Los guiris lo degustaron con deleite. Daba gusto verlos lamiéndose los dedos. Hasta que les confesó el vengativo amo, que era un gato callejero de la peor calaña. En cada esquina de la casa, sonaba una arcada con tonalidad diferente. A George Frank, que así se llamaba el turista estafador, la barriga bajo el cinturón de cuero le daba sacudidas tan violentas que llegó a asustarse; mientras que el propietario del pisito vacacional se sujetaba los genitales, preso de un escandaloso ataque de risa. La esposa del hijo de la Gran Bretaña, Mildred O’Sullivan, se parapetó temerosa en el interior del aseo, y no fue hallada hasta el día siguiente: en cuclillas y con la cabeza recién peinada –sin pagar- metida en el bidé. A Pascual Ripio, el propietario del piso, lo ingresaron en urgencias con la mandíbula desencajada. Le recomendé que vendiese el apartamento y se comprase un velero que era lo que ahora se llevaba. Ningún caso me hizo. Con un sonoro suspiro, me puse a almidonar el tutú celeste que pensaba lucir al día siguiente.

Mientras mi Jordi danzaba con esa gracia que le caracteriza dirigiendo el tráfico, yo me dedicaba a prepararme físicamente con ahínco para presentarme a las pruebas de admisión del Circo del Sol. Y esta mañana me entero de que la empresa canadiense ha cerrado declarándose en bancarrota. Mi gozo en un pozo. Obnubilada de ira, pinto el recibidor con pintura ignífuga y multicolor, pues esa actividad me relaja mucho; me como un pastel de medio quilo casi sin respirar y hago sonar en el tocadiscos un vinilo de Camela, comenzando a bailar como una orate dislocada. Acompañada por sus alegres sones, celebro su 26º aniversario moviendo de frenética forma mis caderas perpetuas. Como perpetua debiera ser, la pena impuesta al salvaje acosador que roció de ácido a una mujer y a su hijita de tan sólo seis años. En la siguiente esquina, dos malhechores roban un coche a punta de pistola, con una niña dentro. La madre corre y se arrastra hasta subir y arrebatarle el volante. Madre coraje.

Calmé como pude la indignación del Jordi, recordándole cuando nos conocimos. El día de autos, me llamó gacela amorosa cuando pesaba veinte quilos menos. Ahora, me mira de arriba abajo, torciendo el gesto. Le pedí visitar la Sagrada Familia, por cumplir uno de mis sueños. Dudó. Propuso otro plan alternativo: un concierto en el monte Huashán, al borde de un afilado precipicio. Me negué; no fuera que lo tentara el diablo.

Y mientras prolifera la mafia del aceite, para la salvación y rescate de la remolacha sólo ha hecho falta que se les apareciera la virgen, según manifiestan convencidos los cooperativistas implicados. Y por si todo esto fuera poco, entre el viento etesio de políticos tránsfugas; tramoyistas impidiendo acuerdos; cuarentenas aplicadas a edificios enteros; incremento en el consumo de porno entre nuestros jóvenes; y brotes y más brotes, España abre sus fronteras y acoge a dieciséis países más. Mientras tanto, el padre de Boris Johnson se va a dar un paseo por Grecia en pleno confinamiento, pues quiere hacer turismo. Tiene pensado además apuntarse al jolgorio del Basconia, que les hace falta gente para atiborrar escuadras. Su agenda oficial nos lo aclarará. Y al rey emérito le brotan las querellas como setas. Ahora parte desde Omnium. Es un no parar. Suerte que todo lo hace por amor, según Corinna. Ante tanta desolación, decidimos salir del país mi Jordi y yo, aprovechando su noble condición de agente de la ley. Recibe un mensaje en clave y sin precedentes, para investigar la misteriosa muerte de 429 elefantes africanos. Mi Jordi, elucubrando con excesiva precipitación a mi juicio, pronosticó que tal despatarre era debido a una feroz inanición. En qué te basas, pregunto. O es eso, o los han envenenado con mala leche, replica. Asiento en silencio. No conviene llevarle la contraria, cuando se excita. Pero se me dispara el dedo corazón. A la vuelta, nos metieron como embotijados en un ruinoso crucero que hacía aguas por todos lados. Menos mal, que nos acompañaban dos serbios que al parecer huían de algo turbio y pudieron taponar la vía con un gato negro de peluche que portaba bajo el brazo, un guineano criado en Denia, que tenía la intención de ir a celebrar Els bous a la mar. Se desencantó sobremanera, cuando le informé que ya no se celebraban. ¿Y los sanfermines? Insistía, el africano fiestero. Negué con la cabeza enérgicamente. Vaya mierda, concluyó. Ya no abrió la boca durante el resto del accidentado trayecto, excepto para vomitar. Se nos unió en la borrascosa travesía, un clérigo devoto de Fray Junípero, que nos siseó estar cumpliendo una misión secreta en el carguero miserable. Después de mucho insistir nos confesó abiertamente, que traía consigo de vuelta de América varias estatuas rescatadas de las pintarrajeadas, amén de algunas de las decapitadas. Mucho peso me pareció para tan endeble barcaza. Creí ver el brillo de una lágrima deslizarse por su mejilla. Para intentar calmar su desazón, un juez creyente retirado se sentó a su lado y le imploró confesión. Agucé el oído y pude escuchar algo a trozos; poca cosa fue, entre la fórmula de inicio y el ego te absolvo. Retazos de un desvío de dinero por una cantidad cuca –así lo dijo- de 428.000 euros. Ah, sí. Y que era militante aguerrido de un partido situado a la derecha de la derecha. Después de tres avemarías y unas flexiones haciendo el pino, quedó felizmente exonerado.

Regresamos a casa agotados y nos vimos de repente rodeados, por una manifestación tumultuosa con carteles de Cochabamba. Al introducir la llave en la cerradura, nos salió a recibir el gato negro que reaccionó de forma inesperada. Puede que fuera por una extraña señal que se activó en su cerebro; pero el hecho cierto fue, que el felino se enroscó en las piernas oblicuas de mi Jordi y nunca pudimos deshacer tan amoroso lazo.

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