La columna de Ana Mª Bayot

ENTRE COL Y COL

Mi jefe me odia. Al principio lo sospechaba; pero ahora ya estoy casi, casi, segura del todo. Me falta algún detalle más por confirmar. Tras la reunión de los martes en las oficinas de la redacción para el reparto de tareas, estábamos todos tan excitados que el ambiente olía a fragor, a pálpito, a inspiración, a nervios de risa fina. Fueron saliendo del despacho mis colegas uno a uno, mostrando con estremecido orgullo su tema semanal adjudicado, hasta que me llegó el turno. Ellos parecían estar contentos. Daban pequeños saltitos, lanzando sus papeles al aire. «A mí me toca estrecho seguimiento a la mujer del Chapo»; bajando el tono: en patinete, claro. El asunto está mal, aclaró jubiloso Peláez. «Qué suerte, macho»; me acerco y le felicito, tendiéndole la mano. Responde elevando la nariz al techo. Pues a mí me corresponde pisarle los talones al “Paciente uno” de Codogno, ¿te imaginas? exclama Sotillos, con ojos brillantes. Cabeceo asintiendo con frenado sentimiento de envidia. Entre col y col, siempre se cuela alguna lechuga. Sospeché que la frágil hortaliza de ese día, sería yo.  

Como me apellido Zotol de segundo, me convocó el jefe en último término por lo de la zeta. Así se justificó; en lugar de utilizar el primero que empieza por la grafía be. El tembleque que mostraba mi cuerpo tampoco me ayudó en nada. Y todo el drama venía porque se me olvidó, a principios de septiembre pasado, ponerle el palito cruzado a una te. De lela me tildó, aquel día infausto. Flipé en colores; si se me permite la vulgar expresión. Que es un perfeccionista, ya lo sabíamos los presentes y los ausentes; en cuanto a mí, estoy convencida de que me aborrece a muerte, desde que me amancebé en secreto con su hijo. Salgo de su despacho sin aspavientos y abro el sobre lentamente: Semana de la lechuga en Murcia, rezaba la nota. Me volteé y toqué tímidamente con los nudillos en la puerta de cristal, con letras doradas. ¡Pase! atronó el jefe con voz autoritaria. Esto, jefe, ¿y cómo me desplazo yo a Murcia? No debo reproducir aquí, lo que me respondió. “No ha lugar”, diría Laya.

Arribé al pueblo de Murcia de cuyo nombre no logro acordarme, tras bajar mareada de un avión cuya estructura exterior del motor de la hélice de babor, se había incendiado en plena travesía. Descendí por la escalerilla, con el susto alojado aún en recoveco innombrable. Nuestra epidermis por decirlo en fino y en ordinario: el burdo pellejo acojonado de los pasajeros, lucíamos un tono de piel cetrino e insalubre. Al bajar a trompicones por la escalera con la majestuosidad que me caracteriza, tropecé y me estampé de bruces contra un señor con bigote engominado y gorra de plato. Estaba tieso como un palo y dijo llamarse Ezequiel, añadiendo la coletilla: “a su servicio”. Desplegó una pancarta macilenta en la que podía leerse, no sin dificultad: Bienvenida a Orolica. Las letras pintadas bailaban la conga, al compás de la segunda Ley de Newton; como la que se había saltado a la torera la renqueante aeronave. No puedo expresar lo que sentí en aquel momento. Pero honda emoción, no era.

Recuerdo que un instante previo al accidente, me encontraba medio adormilada y escuchando como en eco, la conversación de los ocupantes de los asientos situados a mi espalda. Hablaban por lo bajini del emérito y sus chanchullos. Al principio pensé que se trataba de ciudadanos corrientes, preocupados por el transcurrir de los tiempos. En la tercera fila viajaban en animada charla: Bartomel, Urdangasín y Sarcozé ; los tres, imputados.  Estaba segura de que no acabarían con sus esqueletos en la trena. Es lo que tiene tener el riñón cubierto.

Con astucia volteé la cabeza y me di cuenta de que los de atrás iban ataviados de beduinos bereber. Volvían de un viaje a Suiza y con las manos vacías, siseaban. En un español coloquial castizo, sostenían, que su graciosa majestad ya no sabía de dónde cojones arramplar más parné. Al poco pude descifrar que los dos presuntos testaferros, regresaban del país helvético con las alforjas limpias y de un humor de perros. Con más maldad que corazón, tramaron un plan para vender bajo mano las Escuelas Neoclásicas de Cabuérnigo; mas también les salió, el tiro por la culata. Para no presentarse sin nada ante su rey, negociaron con los ladrones de libros de A Coruña. Entre col y col y jerséis de cachemir, colaron los libros robados en la bodega del avión accidentado.

Mientras escuchaba tanta cháchara, pensaba en qué me depararía el futuro. Y en cómo demonios le diría a mi jefe, que estaba amancebada con su hijo en secreto. Sospechaba que ya lo había averiguado y que por eso me tenía tanta inquina. Una brisa negra aromando mis cabellos de ganado vacuno, me dio la cálida bienvenida aparte del Ezequiel; quien ahora dejaba asomar la nuca rapada frente a mi cara, mientras conducía. Cerré los ojos. Tenía presente la imagen de los cientos de fiesteros saliendo de debajo de los colchones y del interior de los armarios. Me pregunté, qué es lo que les empujaba a realizar semejantes insensateces. Pensé que tan sólo pretendían lamer mieles prohibidas; pero tampoco le encontré mucho sentido, a esa especie de turismo de palos de picas, corazones y diamantes. ¿No sería mejor que hicieran algo por reivindicar la igualdad salarial, para entretenerse? Por poner un ejemplo, digo.

Y en esas cavilaciones me hallaba, cuando veo pasar ante mis narices una casa victoriana con ruedas. Al pasar  por un acantilado, veo caer ataúdes y nichos con claveles rojos de plástico. ¿Un sueño, quizás? Y recuerdo cosas de repente. Y me duelen las sombras que no alcanzo a ver. Cuando embarcamos creí ver al fondo de la bodega de carga, la última estatua de Franco. Me restregué los ojos con fuerza, pensando que estaba soñando. Gasol vuelve a casa y no es Navidad. Para calmar las aguas revueltas, llevan a los yayos al cine. Hoy comienza otra sesión del culebrón Bárcenas. Y se removerán las cloacas de nuevo y olerán a podrido. Unanimidad en el Congreso –cosa rara- para eliminar el voto rogado. Reviso mis papeles, para comprobar si llevo el pasaporte de vacunación. Sí; lo llevo camuflado entre col y col y corazones rotos de ancianos, con ojos empañados.

Tras pasar unos días inolvidables en Orolica, pude recordar cosas que había olvidado: los aromas de pueblo, la pertenencia a un lugar sin nombre; el arraigo al dormido campo; el concepto de verdadera patria; la solidaridad entre vecinos y muchas cosas más, que puede que algunas de ellas, las haya olvidado; pero que me hacen sentir muy adentro, que todavía hay tiempo a recuperar y replantar especies en extinción en El Saler. Incluso más allá.

Mi vuelta a la civilización se produjo dos días más tarde. Partimos de Cartagena junto al mugido desesperado de casi mil terneros. O quizá fueran toros; pues no pude verificar su especie. Rozamos varios puertos, hasta que se inventaron un virus azul que achacarles. Contemplamos cielos felices y delfines saltando, durante el trayecto a bordo del Kharim Allah. Su bandera libanesa no me indicó nada; pues nadie quería hacerse cargo de la pesada carga. No quise escuchar el rumor de unas patas desnudas y engrilletadas, de un navegar incierto, del mugir de un extraño linaje de novedosos esclavos. Atisbo entre col y col florecer, el Valle del Jerte y el almendro.

Print Friendly, PDF & Email