La columna de Ana Mª Bayot

EL ABRAZO CÁLIDO DE UN RELATO ABSURDO

Cuidados básicos. Eso es lo que se advertía como una amenaza y no como un consejo, en la etiqueta dorada del manual de instrucciones sobre el cuidado de la planta ornamental. Me la regalaron mis compañeras de trabajo como despedida. Me asalta la sospecha a menudo, de si se alegraban sobremanera de que me largase. Y mira que les advertí, que a mí las plantas, no se me dan nada bien. Me encojo de hombros, despliego el papel de celofán y desato el monumental lazo de color rosado. Me acabo de mudar de casa. Otra vez. Hasta el pequeño Cristo de plata que me regaló mi madre años ha y que pende escorado de la pared, me mira con cara de hastío. Ignoro si lo hace porque está harto de que nos mudemos tanto, o porque adivina que mi vena no creyente se va acrecentando cada día, con mayor proceridad. Miro en derredor y no siento nada. Un lugar como cualquier otro; inexorable y falto del más mínimo vestigio de arraigo, para esperar la arribada inminente de la lúgubre nada. Inspiro profundamente. Las fuertes rachas de viento levantino del todavía invierno, se colaban implacables por las rendijas de madera desvencijada y medio podrida, componiendo una música apesadumbrada y monótona. Riego la orquídea grana con las gotas saladas que, sin dirección aprendida, se deslizan por mis mejillas.

Me había compuesto sin apenas madurar la decisión, con la camiseta reivindicativa de: #No more Matildas con la  ignota y absurda sospecha, de que en aquel pueblo perdido de La Mancha, probablemente, no lo entendieran. Cuál fue mi sorpresa al comprobar, en tan sólo media jornada, que las prendas con mensaje se manufacturaban en un almacén ubicado a la vuelta de la esquina. Por eso me miraban los lugareños, tan fijo. Por muchas veces que me mudase de edificio, me perseguía, allá donde fuese, el eco de mi propia voz gritando mamá y papá con desconsuelo. Se les ocurrió morirse. Si había algo que no estaba dispuesta a transigir, era marchar lejos de mi amado Mediterráneo. Y contemplaré el claroscuro plañir de los días, desde el ventanal de ésta o de cualquier otra ciudad futura, pero cerca del mar. Mas, sola; siempre sola. Pongo en marcha el pequeño transistor de mi padre: viejo, ajado, oxidado; cuyo deficiente sonido a veces, soltando pedorretas y toses de fiera, siempre me acompaña. Y esta noche te regalaré, padre, un relato absurdo de ésos que te descomponían tanto.

Por la calle Talega donde ahora habito, transcurren en procesión casi marcial, entre rebocillo de cirios y cantos desciñendo latinajos: el párroco de Orihuela, las nueve monjas del Convento de san Emeterio y el obispo de Callosita de san Martín -negacionista acérrimo y sin ninguna diligencia conocida, según rumores del extenso conjunto de pías devotas del populoso barrio del Reencuentro; quienes me consta, son fáciles de sobornar). Concretamente a la que suscribe, una ancha cuña de queso de vaca y una limosna de escasa cuantía que me instaron las monjas a apoquinar. Ah, sí. Y me hicieron rezar; aunque sólo moví los labios. No recordaba cómo progresar adecuadamente, ante tamaña imposición. Y como prolongación de la requisitoria por así decir, me afanaron diez euritos más, por lo del Año del Buey Chino y de paso, por lo del hundimiento del Delta del Ebro por falta de sedimentos. Arrancó a llover de repente, como si el santo de guardia se apiadase de mi persona y de mi bolsa recién esquilmada. Lo anotaré en el asiento de mi corpus literario. Otro relato absurdo para ti, padre.

Río con risa de conejo y recuerdo al profesor Pascual, cuando explicaba aquello del aforismo: Que es un cree y un descree a la vez de un pensamiento, que permanece abierto por uno de los lados…

Me hallaba en lo alto de la escalera clausurando junquillos para luchar encarnizadamente contra las corrientes, cuando a través de la descacharrada radio, escuchaba las noticias. Me encontré esa misma mañana en la tienda de ultramarinos del Emeterio, a varios rostros conocidos. Me sonaban sus caras. Mas el coriáceo ánimo que me atenazaba, no me dejaba ver ni escuchar con claridad. Agucé el oído: «Te lo juro Mariano, que yo no trato con delincuentes y que he venido para limpiar la época; en cuanto a los medios afines, ya les he cerrado la boca con bitcoins y criptomonedas; desde lo de la sede, tú lo sabes, andamos escasos de haberes. El cuanto a Villaviejo y Ratín, tranquilo, jefe. No cantarán. Lo de Ciencaños, ya está apañado. He intentado compensar al resto de la cúpula, pero no me alcanzaban los diezmos» a lo que el nombrado asentía con gesto adusto como quien oye llover, rascándose la barba rala. No conseguí ver su cara. Llevaba una mascarilla con una hoz y un martillo; supongo, que para despistar. «Ah, y no olvides que estamos invitados a la fastuosa boda de Cuqui Peláez, que se celebrará en el Casino de Madrid; vendrás, ¿no?» a lo cual respondió el interpelado, con repetitivos gestos negativos y tragando saliva. Disimulé, parapetada entre las latas de anchoas del Cantábrico, afinando el oído. Hasta que me pillaron sus escoltas y me sacaron de la tienda a empellones. El último de ellos, me hizo un gesto mafioso como de rajarme la garganta de parte a parte. Me asusté. Gracias a la apoteósica y benefactora entrada de un cura con semblante episcopal, repartiendo bendiciones y hostias a diestro y siniestro –junto a algunos boletos ilegales de vacunación-, pude escabullirme indemne. Antes, le tuve que besar su aparatoso anillo rojo. Relato absurdo donde los haya, padre. Sonríe papá desde las tinieblas. Se abre en Cataluña la veda de pactos.

Lo reconocí de espaldas por su andar leve y engañando baldosas; y como si huyera, miraba a todos lados. Atendía por Paquito Sanz, cuando chavales. Algo le había pasado en la purulenta faz. Asistí a la vista oral como oyente, debido a mi condición de estudiante. Las ínfulas que presentaba en las grabaciones, carcajeándose a la cara de los donantes de buena fe –incluidos actores muy conocidos-, habían perdido fuelle. Su novia, llorosa y triste, antaño lozana y de profesión animadora del pendejo, ahora permanece cabeza gacha. Y como si fuese el título de una película de Hollywood, la madre del novio aparece luciendo ojeras de arrepentimiento y pelo cardado. Fueron desfilando para el trullo los tres con pulsera de metal. Ni señal había de enfermedades, ni tumores u oxígeno. Como tres rosas de pitiminí con grilletes: 67.000 euros estafaron. He recuperado por el camino, unos cuantos troncos de Aluche que me sirven para compostaje. Por no emplearlos de otra manera más vil. Y recordé lo que me dijo padre: «menos tertulias y más cojones». ¿Relato absurdo? No tanto.

Ya anochecía cuando me senté frente a mi máquina destilando, enfervorecida, lo que mi padre calificaba como fabulaciones para lectores de tren que no leen. Un sombrío resplandor hinchó mi pecho. Y besé tu fotografía sepia con carmín pintado. Ya no sé dónde está mi hogar; mas estoy en paz, con todo aquello que desisto y elijo  olvidar. Y fecundar en fantasías de nuevo, bajo la sombra de un olivo milenario. Y aunque te parezca tonto, no sé qué daría por un abrazo tuyo, antes de terminar de parir definitivamente, este relato absurdo.

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