La columna de Ana Mª Bayot

DE FIESTA

Anoche celebré que ya no me querías. Aunque quizá lo de celebrar, lo que se entiende por celebrar, resulte un término verbal un tanto inapropiado. Y si añadimos para mayor abundamiento, que estaba intentando ponerme en pie por dejar de arrastrarme a gatas, ni que decir tiene. Reconozco que me pasé dos o tres pueblos. «Estoy chiflada y acabada» pensé, bizqueando. Cerré los ojos para peor. Todo me daba vueltas. «Yo no soy así», me dije. No pude evitar sentirme como una mierda. Miré en derredor y allí ya no quedaba nadie. Se junta una multitud, cuando se huelen el aroma a fiesta; más todavía, si es gratuita. Daría parte de un brazo, por volver a escribir como lo hacía antes; con aquella tintada creativa y fértil que te enamoraba y te envolvía, entre trazos de murmullos y caricias de viento. O algo parecido me decías; y yo, pazguata de poca monta, me lo creía a pies juntillas. Hubo un tiempo en que quise hacer componendas, parches, remiendos o quizá algún oscuro pacto con el diablo, para mitigar ese nivel de estupidez que a veces nos nubla el entendimiento. La carta incendiaria que te escribí, no fue más que fruto del desengaño; créeme. Pero a veces, no salen las cosas como una quiere. Y llegué a odiarte al tiempo que a los helechos que compramos juntos, en el mercado de La Boquería.

Mientras arrojaba al contenedor los rizomas todavía con un aliento de vida, lo recordaba. Rememoré que por entonces, movía las caderas consciente de que me mirabas; sacando a relucir mi aire más ladino. «Fantoche, patilargo y  zarrapastroso»; así te denominé en la carta, ¿lo recuerdas? bueno; eso y otras muchas lindezas más por el estilo. Aprovechaste que era la fiesta de Navidad de la empresa, para darme puerta. Y todavía puedo sentir tus músculos fuertes y tensos sujetándome; cuales antaño se me antojaron fértiles y no livianos, cuando me estrechabas entre tus brazos. Reconozco que empleé bastante mala baba, al plasmar la misiva sulfurosa en redondilla rezumando llamaradas. Y tampoco tenía que haber adjuntado la fotografía en primer plano, de la cagarruta de mi perra Agustina. Ahí, pienso que no estuve demasiado afortunada.

Lejos de amilanarme, contemplé los muebles estériles y desafectos de amor como si alargasen los brazos y las patas, para impedirme el paso. Leo el periódico de la mañana por  distraer la mente en algo.

No se habla de otra cosa en primera plana, que de la heredera de los Ortega. Pero nadie habla de la tragedia de la familia de la Plaza Tetuán; sólo de la estrepitosa caída de la Bolsa. Poderoso caballero, don dinero. Afloran en un auxilio que me asfixia, fisuras y flaquezas de personajes indocumentados como si no fuesen nada. O quizá, como si fuesen diminutos plásticos que llegan flotando hasta la Antártida. Elevo los ojos al techado del cielo como si allí hubiese algo; un algo poderoso, que me sirviera para calmar la desazón que sentía. Luminosa estrella, no me mires así; dile que por él muero y que en horas bajas, cuidado me llamo. Tatúame la piel Capitán Cook; como la de aquellos guerreros, que tanto te sorprendieron. No permitas que faciliten armas a los impúberes hasta convertirles en los más feroces guerrilleros. Por todo el mundo los encontrarás disparando con armas que les superan en peso y volumen; mas no debemos olvidar, que siguen las directrices y enseñanzas de adultos advenedizos, aposentados cómodamente en su talanquera, despojándoles de la infancia de un zarpazo. Véase Detroit, Zimbahue o Tapachula. Los hay por doquier. «Yo no apreté el gatillo», dice Baldwin.

No me sorprende un ápice, que la ultraderecha de este país no se adhiera a la declaración constitucional del día contra el sida; por muchas patrañas que arguyan para justificar tal inacción. Y vuelven las nieves sin bienes y las fiestas de estudiantes de medicina en Reus y en otros lares. Y eso sí que llama poderosamente mi atención. Que sean precisamente los descendientes barra discípulos de Galeno, los que incumplan las recomendaciones sanitarias. Y cambiando de rosario de Gloriapatri, me tranquiliza sobremanera la detención de La Diabla en Hamburgo.

Y me engalano con mis mejores atavíos para sacarme el pasaporte Covid y para, posteriormente, asistir a la fiesta de aniversario de la marquesa de Torroja. Que si sí que si no y que si ella no quería. Una de las ilustres invitadas que dijo llamarse Aiko, irrumpió con todo un séquito de acompañantes, pertrechados con brazos de silicona extendidos, a modo de disfraz.  Los cancerberos vestidos de chaqué verde militar y botones dorados, no permitieron su paso por trivializar en balde con tan graves asuntos; apostillaron. Tuve que huir del palacete a todo correr, hallándome en plena votación efectuada con canicas transparentes; y tan desorientada como entré, o incluso más. Al salir tan presurosa me di de bruces con Arrimadas, que discurseaba en público; acentuando exageradamente su deje andaluz. Barajé la posibilidad a su acercamiento a Vox; agarrándose desesperadamente a un salvavidas pinchado al sentirse amenazada y ver próxima, su total extinción. Los pelillos a la mar del PP no convencen a nadie. En sus tripas rebulle una fratricida pelea por el poder, con la puerta cerrada por dentro. Agazapada en la trastienda apenas asomando, pude ver a la Espe contemplando el progreso meteórico de su polluela. Y todos ellos en feliz comunión, recibían la bendición del Papa desde Lesbos. Poso el periódico sobre la cornisa y me desembarazo de un manotazo, del disfraz de fiesta. Puedo ver desde mi atalaya cómo se reparten las vacunas, con desigual equidad. Lo que nos faltaba era la variante Ómicron y sus ochenta mutaciones.

Y deseé fervientemente contar con la mirada de Lindbergh; puede que para poder contemplar el mundo y las quisicosas, con su personalísima mirada. Mas, ¿Para qué? si yo tengo la mía propia. Posiblemente no sea tan artística; pero sí más fantasiosa, soñadora, analítica y más crítica, que cualquier otra. Me congratulo por ello.

Bajé la vista y ahí estabas tú. A mis pies. Con los ojos tan abiertos como dos huevos fritos, pero sin puntilla; como los que hacía mi madre. Mi ánimo contrito contempla cómo un hilillo de sangre te corre desbocado, sien abajo. Y aprovecho la coyuntura de los acontecimientos, para insultarte agriamente; ahora que se supone, no me puedes oír. Y resulta que no te hiero, cuando puedo. Y resulta que me siento delincuente, por quererte tanto. Y resulta que no te mato, porque te quiero demasiado. Y me arranco llorando a lágrima viva, el disfraz de fiesta.

Y ahora escúchame: mi corazón late tan fuerte como un caballo desbocado, cuando arreglo y aliso las sábanas de la cama; todavía conserva tu olor, maldita sea tu estampa. Abrázame fuerte otra vez y haz sonar la música de tus poemas rebozados de mandolina y notas meladas; que yo te pondré la letra, más allá de un te quiero entre praderas sembradas de lujuria y miradas perdidas, contemplando la luna. Y no habrá fiesta más bonita. Te doy mi palabra. Aunque quizá ya sea tarde.

Print Friendly, PDF & Email