La columna de Ana Mª Bayot

EL SILENCIO DE LOS CERDOS

Regreso descorazonada a mi oficio, una y otra vez. Aunque mi conciencia me sople al oído que no merece la pena, que no insista, que desista. Que permanezca en silencio. Con esa idea me fui. Y me arrastro reptando en el interior del bucle de la metáfora, durante este recién estrenado segundo año de pandemia; sin nada nuevo que decir, sin nada nuevo que contar. Y finjo ser una muerta para sobrevivir; aunque únicamente tenga por testigo de la barbarie a mi perra Agustina y a un montón de gorrinos. La cánida curiosa, me olisquea y da vueltas en derredor, echándome el aliento fétido de pienso granulado y maloliente. El olor resucitaría a una muerta. Ante la infinitud de posibilidades, flotaba una ansiedad difícil de contener. Tal cosa, me ocurre siempre que empiezo a leer un libro nuevo. Cuando se deja caer la noche, el silencio de los cerdos se adueña del establo.

La nueva lectura va de espíritus, de visiones, de sueños interrumpidos…Mas con el gruñido de los cerdos de la granja de mi padre, chapoteando sin cesar entre el barro y la paja, me resulta imposible concentrarme en nuevas aventuras espirituales y oníricas. Cierro el libro de un golpe seco; de rabia. Mi existencia había transcurrido hasta ese instante retorcida como un tronco de olivo nacido con trabas. Y de esas trazas me hallaba, cuando apareciste buscando lugar para pernoctar. Entre una nube de polvo en suspensión; como predijo el hombre del tiempo. Arrastrabas indolente una mochila verde casi tocando el suelo, quizá testigo de mejores tiempos y más nobles encomiendas. Y guardo el libro recién comprado con la etiqueta del precio, luciendo en el reverso.

Me dijiste aquella misma noche sin dar las doce, que me querías. Gratamente me sorprendiste, no creas. Pensé por un pispar, que acaso fueras invidente; o quizás no te pudiste percatar de mi apariencia, debido al titilante aliento de luz que nos bendecía tenuemente y de soslayo. Lo que sí sé cierto, es que me recitaste al oído poesías a medio prender y sin madurar. Te miraba embobada y tu palabrerío era fluido y con voz grave; pudiera ser, que incluso pecase de excesiva musicalidad. Ignoro si la esencia de tu percepción permanecía viva o es que estabas ansioso por el buen yantar que se acertaba, en los aromas del aceite caliente ya listo para recibir el tocino y los huevos, como una banda de música esperando el bullir de una charanga. Mi atuendo no invitaba al abrazo de placeres mundanos. Ataviada con un guardapolvo blanquinegro, decorado con lágrimas de jugos grasos por todos lados, citaste en uno de tus poemas dirigido a mi pechera, sin juicio; pues era lance apretado adivinar dónde se hallaba esa hermosura, bajo ropajes de tanta espesura. Con el cielo esculpido de estrellas dándose de codazos, nos dimos un generoso revolcón sobre la paja desordenada, coreados por los gruñidos inquietantes de los puercos y las cabriolas de Agustina. Yo, sin paular ni maular. Al cabo, solamente era la hija menor de una familia desheredada, que malvivía en un caserón colgante sobre el río Magro. Desde ese infausto día, quedaste grabado a fuego candente en mi memoria. Envueltos en soñoliento olfato, apaciguamos el sueño y el ardor, entre los chillidos apagados de los guarros. Entre tus brazos pensé que por fin, había hallado perfecto ungüento de cicatrices viejas y bálsamo de ampollas abiertas. Cómo y cuánto te reíste de mí, canalla, en el reducido prado de hojarasca y hierbajos. Hablábamos de casi todo bajo la intimidad del tallo de mi cintura henchida. Ésa que asegurabas era, el más hermoso territorio para perderse, junto al cruce de mis mullidos y acogedores muslos.

Y permanecimos muy juntos, hasta que fuimos interrumpidos por el sonido de la radio; la cual, pendía de un deshilachado cordel dotando de música o verborrea la estancia, para tranquilizar a los alojados de la piara y a nos también, en un privilegio final sin dioses.

Entre rumores de noticias parlamentarias nos amamos. Que si se tildaban unos a otros de pagafantas, que si el contrincante le respondía que ellos eran los que embarraban la política; que si el tercer ciudadano en discordia bramaba echando espumarajos, que de nada le servía fotografiarse con un cochinillo en brazos dado su rédito electoral; que si ellos eran la caballería ligera del sistema y no la carne de cañón – exclamó una diputada con nombre de patria, sacando pecho-… En fin. Se cambian chupitos por pinchazos. Acabamos en un runrún de pajas, brezo y golpes de río, averiguando nuestros secretos. Y el Vaticano amenaza con despedir a quien no se vacune. Del alma, no di ni cuenta. Ni de la mar. El silencio de los cerdos se presentía como tempo final.

 En esta hora pálida de primavera, Rosalía estaba triste; mientras su amado remaba por océanos revueltos y entre infinitud de recursos de incierto final. Y Rosalía sigue estando apenada como una rosa con espinas agudas puestas del revés. Y Rosalía no sabía nada. Aunque se pongan en marcha apresuradamente vacunaciones en diferido, con ridículos disfraces de canas falsas. Todos contra todos. Tragaderas de hormigonera hacían falta. Illo y no Illa –no confundamos-, hace caballitos con la moto. Y mientras escucho como en eco todo ese batiburrillo de sinsentidos, aterrizo al mundo banal e intento aclararme descifrando la factura de electricidad. Pretendo flagelarme hasta la muerte. Todavía no he encontrado un buen fundamento para un mejor epitafio.

Perseverancia requiere el cohete espacial y una buena bolsa de millones. En la Madre Tierra nos enfrentamos con simples adoquines como armas arrojadizas y ojos cegados. Algaradas que confrontan y luego se manipulan para lucimiento de políticos de uno y otro signo. Y se llaman para averiguar el sentido de su voto… ¿Y eso escandaliza? se lleva haciendo desde las democracias más antiguas. Ya lo predijo Orwell. Vaticinó los abusos del totalitarismo y su poder destructivo. Si nos peleamos por una hogaza de pan, por una baguette, por un churrusco, por un pan de calabaza y por una pistola que no dispara… ¿Cómo no nos vamos a enfrentar por el sordo soplo del olvido? Y nos mira desde su atalaya El Algarrobico, que ahí sigue incólume, erguido, como un trofeo de ambición; ignorando nuestras miserias de Gran Hermano grabando en aseos públicos. Y en la siesta de las desdichas arden las chabolas en Huelva; Kalim nos va dejando y la detención del teórico anti-sistema, sigue coleando. Me pregunto quién pagará los desperfectos urbanos que sostenemos con nuestros impuestos.

Las manos y el verbo me flaquean cuando intento escribir una carta admitiendo los hechos. Pretendí ser lo que no era: otra poeta suicida. Plasmar en un papel un retrato de lo que había sido mi vida hasta ese momento, se me antojó hiriente, falto de dulzura, estéril. Quise virar hacia un recodo seguro como Rosalía, sin saber nada. Pero yo lo sabía todo. El temblor de mis manos lo delataba. No debiste engañarme, infame; esgrimo excusas tontas entre dientes. Luces azules titilando rompen el horizonte. Oigo carreras y luego un oscuro silencio.

Un hilo de sangre te chorrea por un oído. Con el índice rozo tus labios de embustero, por comprobar si todo aquello no habrá sido fruto de un mal sueño. La branca manchada es real y descansa desnuda en mi regazo.

No atino a levantarme; aguardo con las muñecas extendidas. El  silencio de los cerdos no se rompe en la fría madrugada.

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