La columna de Ana Mª Bayot

OCTUBRE NEGRO

Escucho unos pasos irregulares aproximarse a mi puerta e introducir un sobre por debajo de la raja. Me levanto alterada, por el ruido que suelta otra puerta al cerrarse violentamente. No puedo conciliar el sueño de nuevo con tanto trasiego; y, por entretenerme sin incordiar a los demás inquilinos, decido realizar una tarea que supongo silenciosa: pegar los puntos adhesivos en el álbum del supermercado para, posteriormente, poder canjearlos por macarrones o leche, o qué sé yo. Dado el incremento de precios estimado, algún céntimo de euro me ahorraré. Tan atareada estaba lamiendo sellos, que al final, me enteré sólo a medias de quién había ganado las elecciones en USA. Ah, sí; ahora de reojo, lo veo. Biden y Tamala, no la olvidemos. Dicen los politólogos, que ese hombre de manos rugosas y corazón cansado, ya es presidente de la Nación. Observo a los cofrades de Trump, separándose de él, con disimulo y de puntillas. De tanta tecnología como presumen y va y cuentan las papeletas como pego yo los sellos: a lametones y con los dedos. Mediante uno de sus estudios referentes, la Universidad de Standford calcula que los mítines de Donald, causan cientos de muertos. El caso es que en los disturbios callejeros, no se detecta un perfil demasiado definitorio de los personajes que forman parte, de este nutrido y variopinto entramado de alborotadores: tanto extranjeros, como patrios. Al borde de las lágrimas, he podido cotejar los encendidos discursos de Trump y de Vox; y, se asemejan tanto, que prácticamente son calcos. Amarilleando por la enfermedad de la tristeza igual que los naranjos heridos, no me queda más remedio que dejarlos enzarzándose en sus dichos intempestivos, zarabandas y acuerdos de divorcio. Por más que agudice vista y oído, amén de otros sentidos, la campaña electoral americana me sigue pareciendo muy a menudo, un mercadillo de mercachifles. Si me lo permite mi disparatada ensoñación así como mis múltiples quehaceres, bullidores y cotidianos, me consagraré en silencio a la poesía; pues esta diligencia, no cuesta nada y enriquece el alma. Elevo la vista al cielo, suspiro y me entristezco sobremanera, de verlo todo tan negro. Me tropiezo y casi me estampo contra el suelo, con una carta medio arrugada. La recojo con dos dedos a modo de pinza y me la introduzco en el fondo del bolsillo de la bata de boatiné. La caligrafía me es desconocida. Pongo la radio y saludo a mis plantas; éstas, desagradecidas, me dan la callada por respuesta.

En Portugal ya se habla de confinamientos cívicos ¿Qué demonios es eso? Se lo preguntaré a Rebelo de Sousa, que es muy amigo de un hijo de un primo, y puede que me lo disipe. En Argelia en cambio, ha habido escasa participación en las elecciones. El Machu Pichu reabre con un apoteósico espectáculo y La llorona vuelve a México: En su canto la acompaño con hondo sentimiento; puesto que me lo sé. Y así me desahogo y no lo veo todo tan negro. Acá ya existen indicios significativos de un presunto delito fiscal cometido por la familia real (No toda, al parecer). La Brigada Anticorrupción permanece ojo avizor y lo observa todo con lupa. Se activan unas cuantas comisiones rogatorias internacionales, activadas a tal efecto. El tren de Navalcarnero llevaba en sus alforjas, algo más que pasajeros. Y todavía andamos cuestionándonos cuántas luces ponemos en Navidad.

Abro con el cuchillo de untar mantequilla la carta introducida por debajo de la puerta, con una absoluta falta de interés al principio. Desde el comienzo hasta el final, supone una auténtica oda al amor. Y lloro.

En mi fuero interno creí estar traicionando la memoria de mi Jordi: ese ser inanimado, inventado y volátil, al que había parido con el mínimo esfuerzo, pero con gran pasión y que había logrado que formase parte de mí. Cerré la carta. No pude evitar que algunas de sus sentencias oratorias, me danzaran en la mente: «Desde que te conocí, mi amor, pinto rayas donde no debo…». Sentí una extraña sensación, al tener que deshacerme de un fantasma, de una sombra.  ¿Quizás para sustituirlo por alguien real? No sé si estaré preparada.

Mas pensé: ¿Acaso me he enamorado de una silueta? Me conmovió su misiva, la verdad. Sacudiendo la cabeza, me centré en las noticias poco esperanzadoras que me llegaban pasillo abajo, como un eco. Ya se cifran en dos mil, las infracciones fraudulentas cometidas al abrigo de los ERTE.  Vivimos en un país habitado por pillastres maliciosos, descendientes directos o indirectos de Guzmán de Alfarache. Y pese a que los socialistas insisten en que todo se puede resolver mediante el diálogo y la negociación, del otro lado de la barrera de las discordias se responde con airados rebuznos y aviesas perdigonadas. Y mientras Naya mete la pata, fruto de su desparrame verbal, realiza acto seguido una grave afirmación que no pasa inadvertida: No hay que olvidar que a nuestros sanitarios los expulsamos de este país, en legislaturas pasadas. Muchos arrestos hay que tener, para hacer este tipo de afirmación. A lo que ajenos y propios ven un asidero endeble donde agarrarse para truncar su vuelo.

Y como en las cortes de los grandes monarcas europeos la nuestra, por desgracia, se lleva la palma en asuntos dudosos. Inmerso en la anécdota y el chascarrillo, nuestro ex monarca parece que vive aún de espaldas a la realidad del mundo. Asediado por la sociedad al uso admitida, decide vivir al margen del pueblo, arropado por el mullido y acogedor colchón de sus ahorrillos. Tres son ya tres, los negocios turbios en que se relaciona a su emérita majestad -testaferros mediante- con otros tantos paraísos fiscales; presuntamente. A sus espaldas, sus defensores y detractores, se sacan literalmente los ojos. Me temo que la monarquía de este país, atraviesa por sus horas más bajas. Y ¡mucho cuidado! que estamos minando la paciencia y el aguante de nuestros sanitarios.

Que no cunda el pánico que no está todo perdido. Pero hay algunas cosas, que no entiendo. Las autoridades sanitarias no nos permiten abrazar a nuestros hijos; pero sí consienten realizar encuentros casi multitudinarios, para celebrar la matanza del cerdo. Qué país. No temáis: todavía tenemos entre nuestras filas, gente capaz de crear motos con impresoras en 3D; gente capaz, de saber explicarnos lo que es el Bruxismo; gente capaz, de detener a un delincuente especialista en alunizajes, al que le gustaban los perfumes –detenido gracias al olfato agudo de un vendedor de cupones-; gente capaz, de investigar para frenar la carrera del Alzhéimer; en suma, gente, como Alberto Tejedor: científico y descubridor del protector del hígado y desgraciadamente, otra víctima más del Covid-19.

Y mientras distingo el rostro de mi hija tras una pancarta, implorando auxilio para la hostelería, no puedo por menos que recordar a todos esos profesionales que, acodados en la barra y con el lápiz en la oreja, nos ofrecían  con su filosofía callacuece y difusa, las más sencillas soluciones a nuestros problemas más intrincados. Puede que nuestro mesonero favorito, esté apoyado sobre el mármol desechado de una lápida, como en La Colmena. ¿Pero qué sería de nosotros sin ellos? No permitamos que este Octubre negro nos haga olvidarlos en la cuneta.

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